martes, 4 de octubre de 2011

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Hoy he tenido un sueño, un sueño de magia y caos, un sueño conformado con la estrecha franja que separa luz y sombra y que lo convierte en sueño entre los sueños. En él, yo, parecía pasear por una misteriosa estancia sin importarme, o reparar siquiera, en los motivos que me habían conducido a ese lugar. Tan solo "desperté", o acaso nací, entre una interminable inhalación que acompañó el gradual aumento de luz ..."Omne lumen potest extingui" dije, con una voz áspera y grabe que no reconocí como mía.
 Miré a mi alrededor, el lugar era inmenso, tanto como puede imaginar la mente. La infinita estancia la conformaban cinco paredes de piedra, tejidas de intrincados salientes geométricos de brillante cristal negro. Estas enormes protuberancias se prolongaban caprichosamente formando un misterioso patrón arborescente que dividía cada saliente en tres columnas, angulosas, vítreas, que parecían unirse en el centro de la estancia dando forma a un extraño cuerpo esférico, una corrupta vesícula que presidía, en lugar privilegiado, el cáustico paisaje de la estancia.
Las paredes, que constituían un monstruoso cubo abierto por una cara, se unían en el infinito en una imposible geometría Escheriana que llevo horas intentando dibujar. Estas, se combaban en estrechos ángulos cuando trataba de discernir las aristas y volvían a su forma original al girar la vista. La estancia engañaba, nada permanecía igual, un extraño brillo, una espiral extrañamente imbricada, la unión de siete columnas...todo desaparecía si te atrevías a perderlo de vista. A veces, incluso, trataba en vano de no fijar mi vista en ningún punto concreto, si no en todos a la vez, para poder distinguir  por el rabillo del ojo el movimiento de la estancia. No era constante sino pulsante, a modo de cósmicos latidos...bum...bum...bum. Allí se podía sentir, como solo puede hacerse en un sueño, sin dudas, sin explicaciones, con la fe ciega de quien no alberga dudas, que la estancia estaba...viva.
 Los corredores interminables, de lo que se me antojo era el suelo, parecían sembrados de sonoros susurros y risas entrecortadas. No era el único sonido que embriagaba el lugar, un ronco crepitar, metálico, zumbaba a mi alrededor proveniente de todas partes. Tenue, aunque audible.
Mi pulso, comenzó a acelerarse conforme la realidad de mi situación parecía hacerse patente, mi sangre se agolpaba en la basé del cuello y oprimía mi pecho. Todo se convirtió rápidamente en tormenta, sudores, mareos, irá, miedo, oscuridad. No sé el tiempo que permanecí arrodillado, clavando firmemente las uñas en mis muslos  y rogando que el laberinto desapareciese al abrir los ojos. Sin embargo, sabía por el imperturbable zumbido que todo seguía ahí, y solo cuando el miedo a permanecer quieto supero la voluntad del cambio me erguí, orgulloso, casi provocador y comencé a andar.
Los corredores que antes parecían caprichosos y aleatorios ahora se revelaban más usuales, longitudinales, quizá lógicos si no fuese por la molesta manía de la estancia por evitar los ángulos rectos. Así, entre arterias de metal y esquirlas de vidrio obscuro . Justo al cruzar el umbral de un improvisado dintel, formado por enormes costillas, como un barco muerto, o un cadáver náutico semienterrado, la encontré a ella.

Presnas

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